El Gobierno presenta una reforma laboral ultra empresaria

La iniciativa que el Ejecutivo presentará en extraordinarias funciona como un rediseño integral del sistema laboral: abarata despidos, debilita sindicatos, coloca al Estado como financiador indirecto de ceses laborales y habilita las vacaciones en cuotas. Prácticamente elimina los juicios laborales. Una cirugía profunda al corazón del modelo construido durante ocho décadas.

Actualidad 09 de diciembre de 2025
NOTA

¿Generará inversión y bienestar social?

 

El Gobierno se prepara para exhibir este martes el proyecto que promete ser la columna vertebral de su estrategia económica y política: una reforma laboral que no disimula su ambición. No se trata de ajustar tuercas ni modernizar trámites, sino de mover piezas estructurales de un régimen que definió al trabajo argentino durante casi un siglo. Una apuesta que, para los funcionarios, es la llave para “generar empleo”. Para los sindicatos, un desguace histórico. Y para el Congreso, la primera prueba de fuego del nuevo equilibrio parlamentario.

La trama es menos visible, pero más interesante: el oficialismo busca consolidar un cambio de época aprovechando su flamante condición de primera minoría en Diputados. La ventana es estrecha, pero suficiente. Si logra media sanción antes del receso de verano, habrá dado el primer paso para lo que internamente llaman “la normalización del mercado de trabajo”. En la jerga del poder, normalizar suele significar abaratar costos y bajar resistencias. Y esta vez no es la excepción.

El proyecto desanda el sistema punto por punto. Primero, redefine qué es salario a los efectos indemnizatorios. Aguinaldo, vacaciones, premios, propinas, bonos y el famoso “salario dinámico” quedan fuera de la ecuación. El resultado es simple: cualquier despido se vuelve considerablemente más barato. Una señal que entusiasma a las cámaras empresarias y alarma a los gremios, que ven cómo el resarcimiento histórico se reduce a la mínima expresión. En la práctica, es el fin de la indemnización tradicional como la imaginábamos.

Estado que subsidia despidos

El corazón político de la reforma está en el Fondo de Asistencia Laboral, una caja que se nutrirá del 3% de los aportes patronales al SIPA. Ese dinero, que luego se descontará de las contribuciones empresarias, convierte al Estado en financiador indirecto de las desvinculaciones. Una alquimia técnica con perfume de realpolitik: se aliviana el costo empresario, pero sin que las firmas paguen más. Lo financia el Tesoro, aunque presentado bajo un lenguaje de “modernización”.

Para los gremios, el mensaje es inequívoco. La reforma apunta a mover el centro de gravedad del poder sindical. La eliminación de la ultraactividad es quizá la pincelada más brutal. Cuando un convenio vence, deja de regir. Si no hay nuevo acuerdo, el trabajador queda atado a la ley general, un piso siempre más bajo que lo firmado en paritarias. Esto le da al empleador un margen de presión inédito y obliga a los sindicatos a negociar bajo amenaza de perderlo todo. En términos de correlación de fuerzas, es un golpe estratégico.

 

 La novela continúa con el artículo que invierte la pirámide de convenios: los acuerdos por empresa pasan a tener prioridad por encima de los de actividad. Hoy ese orden está invertido y funciona como resguardo frente a las patronales más agresivas. Con la reforma, cada trabajador dependerá de la negociación de su propia firma, debilitado y atomizado. El escenario ideal para que las cámaras grandes negocien condiciones inferiores sin la intervención de los gremios de peso.

Una segunda línea de ataque son las cargas patronales. La rebaja propuesta pega directo en el financiamiento de las obras sociales sindicales, la columna económica que sostiene buena parte de la estructura gremial. Menos aportes significa menos poder. Y menos poder, menos capacidad de resistencia. A esta altura del cuento, el mapa comienza a aclararse: el eje no es el mercado laboral, sino la arquitectura política del sindicalismo.

Disciplina laboral y una justicia acotada

El límite al derecho de huelga forma parte del paquete. Más servicios esenciales, asambleas sin goce de sueldo, bloqueos o tomas considerados infracciones graves. Es un modelo de disciplina laboral que busca garantizar que la conflictividad no frene la actividad económica. Un viejo anhelo del empresariado, que habitualmente reclamaba “seguridad jurídica” frente a medidas sorpresivas. Lo disruptivo es el momento: el Gobierno no espera acuerdos previos, lanza el capítulo en el inicio mismo del año político.

El apartado judicial tampoco es menor. La fijación de un cálculo único para indemnizaciones ordenadas por sentencia limita la discrecionalidad de los jueces laborales y reduce la incertidumbre que las empresas señalan como problema. IPC más 3% anual. Nada de intereses compuestos, nada de fallos que multipliquen la deuda. Una justicia predecible, pero más estrecha. El mensaje: despedir dejará de ser un salto al vacío.

El proyecto también facilita los convenios especiales, habilita el fraccionamiento de vacaciones en bloques mínimos de siete días, impone bancos de horas que permiten compensar extras con francos y elimina la antigüedad cuando hay cambio de empleador. Un catálogo de flexibilizaciones que altera la vida cotidiana de cualquier trabajador, incluso de aquellos que nunca pisaron un sindicato.

El Ejecutivo, confiado en su nuevo peso parlamentario, apuesta a que el cronograma legislativo juegue a su favor. Quiere media sanción antes de fin de año y el debate final en febrero. La apuesta es audaz: avanzar rápido para evitar que la calle gane temperatura. Es la lógica de la política de shock. Una reforma de este tamaño necesita velocidad para que la resistencia no coordine ni gane volumen.

Pero el factor determinante no está solo en el Congreso. Está en la CGT, que ya anticipó escenarios de conflictividad y una posible judicialización del proyecto. No es un detalle: el gremialismo conserva músculo territorial y capacidad de bloqueo. Sin embargo, enfrenta una ofensiva que lo obliga a jugar a la defensiva y con sus cajas debilitadas. En términos estratégicos, el Gobierno eligió el momento exacto para dar la batalla.

La pregunta que queda flotando es si esta arquitectura laboral generará la prometida “lluvia de empleo” o simplemente consolidará un mercado más precarizado y dócil. La economía real suele tener menos épica que los discursos. Pero en la Casa Rosada son claros: consideran que el modelo previo era un obstáculo. En otras palabras, el costo laboral se transformó en la variable política del año.

Mientras tanto, el trabajador común, el que vive entre el boleto, la tarjeta SUBE y la changa, queda como espectador obligado de una reforma que no pidió. Y que, si se aprueba, lo acompañará durante décadas. La decisión ya no es técnica ni económica: es una disputa sobre qué país se imagina para los próximos años. Un país donde el riesgo empresario baja y el riesgo trabajador sube. Un país donde la estabilidad pasa a ser un privilegio y la incertidumbre, la nueva normalidad.

En la Casa Rosada están convencidos: “sin reforma no hay futuro”. Pero cada vez más argentinos sospechan que lo que se juega no es el futuro del trabajo, sino la reorganización del poder. Y el poder, cuando se mueve, nunca es inocente.

La eliminación de la ultraactividad deja a los trabajadores sin resguardo cuando cae un convenio: si no hay acuerdo nuevo, no queda nada.

Con el Fondo de Asistencia Laboral, el Estado termina financiando despidos mientras se debilitan sindicatos y obras sociales.

 

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