El pacto del Sur: por qué Milei se volvió la mejor inversión de Trump

Mientras Estados Unidos y China negocian un acuerdo histórico, Donald Trump apostó su capital político y financiero a Javier Milei. El respaldo del republicano estabilizó la economía argentina y selló una alianza que no es ideológica, sino estratégica: recursos, Antártida y control del Atlántico Sur.

Actualidad 27 de octubre de 2025
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Poder, dólares y el “cuento chino”

 

Hay fotos que valen más que un tratado: un apretón de manos, una sonrisa controlada y un billete que no aparece en la imagen. El de Trump y Milei pertenece a esa colección. No es amistad ni afinidad doctrinaria: es pragmatismo puro. Uno necesitaba oxígeno financiero para sobrevivir al abismo; el otro, una ficha de poder en el hemisferio sur. Y así, sin poesía, ambos ganaron. Milei compró tiempo. Trump compró geografía.

El libertario argentino obtuvo lo que ni el Fondo ni Caputo podían fabricar: estabilidad cambiaria y narrativa de control. Trump, en cambio, ganó algo que el dinero no puede comprar: una base política proamericana en la última frontera que Estados Unidos teme perder —el Atlántico Sur, el pasaje Drake y la llave hacia la Antártida—.

En los despachos de Washington lo llaman “la inversión Milei”. En Buenos Aires, lo disimulan bajo otra etiqueta: “confianza internacional”. Pero todos saben que fue un trato.

 

El dinero que vino del norte

Todo comenzó con una llamada. Scott Bessent, secretario del Tesoro y hombre de máxima confianza del republicano, autorizó un swap por 20 mil millones de dólares, sumado a otra línea privada similar. En Wall Street lo interpretaron rápido: Trump estaba jugando su carta argentina.

En plena recta final electoral, el dólar amenazaba con pulverizar el discurso del “déficit cero”. Un movimiento brusco y el gobierno libertario se desplomaba antes de tiempo.

El salvavidas llegó en silencio: Estados Unidos intervino en el mercado de divisas, compró pesos, estabilizó la corrida y transformó la economía argentina en una vitrina de éxito artificial.

“No compraron votos. Compraron calma. Y eso alcanza para ganar una elección”, confesó un operador cercano al trumpismo. El resultado fue inmediato: Milei superó el 40 % nacional y blindó su proyecto político cuando la corrupción, los recortes y los escándalos personales amenazaban con erosionarlo. Fue la victoria del miedo a volver al pasado y de la estabilidad como religión.

 

La campaña invisible

Lo que el público nunca vio fue la red subterránea que unió Buenos Aires con Miami. En los meses previos a la elección, una docena de asesores republicanos —Marco Rubio, Mike Waltz, la exjefa de gabinete de Trump y varios operadores de Florida— tendieron puentes con el entorno de Milei. Algunos viajaron, otros coordinaron mensajes y timing desde redes sociales.

El objetivo era simple: alinear la narrativa libertaria con el relato trumpista global, el de los outsiders que desafían al sistema. El libreto estaba claro: motosierra, inflación, antiestatismo, caos moral. Lo que comenzó como simpatía se volvió logística.

El libertario había apoyado abiertamente a Trump durante la administración Biden, en plena debilidad del republicano. Esa lealtad temprana se transformó en crédito político. Trump lo premió con lo que más vale en política exterior: reconocimiento y respaldo financiero.

 

El tablero global y la lógica del ajedrez

Mientras tanto, al otro lado del mundo, Trump se movía en otra partida. En Kuala Lumpur y Pekín, su equipo negociaba un acuerdo comercial con China que congeló aranceles y reactivó compras agrícolas. “Estamos muy cerca de algo que todos van a celebrar”, dijo el republicano antes de volar a Japón.

Entre bambalinas, la lectura era más cruda: Estados Unidos y China firmarían un consenso económico mientras disputaban influencia militar y tecnológica. Argentina entró en ese equilibrio como pieza de contención.

El país del sur ofrecía lo que ambos buscaban: recursos naturales, espacio aéreo estratégico y proyección antártica. Trump lo entendió enseguida: no se trataba de admirar a Milei, sino de usarlo.

Con Lula, Petro y Boric orbitando hacia posiciones más críticas con Washington, Milei quedó como el único aliado abiertamente proamericano y procapitalista del continente. Para Trump, un regalo perfecto: demostrar que su doctrina “America First” podía tener eco global aunque fuera bajo bandera ajena.

 

El matrimonio de conveniencia

No hay coincidencia ideológica. Trump es proteccionista; Milei, aperturista. Pero ambos hablan el mismo idioma del poder: intercambio. Milei ofrece discurso y territorio; Trump, financiamiento y legitimidad. El libertario argentino necesitaba estabilidad antes de octubre. Trump necesitaba un triunfo simbólico antes de su cumbre con Xi Jinping.

El resultado fue un acuerdo tácito: vos ganás las elecciones, yo muestro al mundo que mi modelo funciona. Fabián Calle, analista de seguridad internacional, lo sintetiza sin romanticismo: “Milei no es un aliado, es una inversión. Argentina, por su posición hacia el Atlántico Sur y la Antártida, es la ficha que le permite a Trump decirle a China: todavía mandamos en el hemisferio”. En Washington, eso se llama geopolitical leverage: presión sin guerra, influencia sin costos.

El desenlace: economía y geopolítica de la conveniencia

Mientras los medios discutían memes, el Tesoro estadounidense trabajaba en silencio. El acuerdo con Beijing se anunciara en la semana que Milei celebra su victoria. Estados Unidos logrará un doble objetivo: paz comercial con China y control político sobre Sudamérica. Milei, por su parte, garantiza lo que su electorado quiere oír: inflación en baja y dólar quieto. Lo que no decía era quién pagaba la cuenta.

En este tablero, Trump aparece como el gran vencedor. Consiguió posicionar a la Argentina como vitrina de estabilidad proamericana y, de paso, contener la expansión china sin desplegar flotas.

Milei, en cambio, consolidó poder interno, pero al precio de hipotecar soberanía económica. En criollo: se convirtió en la sucursal sudamericana del trumpismo global. El pacto Milei-Trump no fue un gesto político. Fue una transacción. Uno puso dólares; el otro, territorio y discurso. Las elecciones argentinas confirmaron que la política internacional puede fabricar gobernabilidad local.

Trump no compró votos, compró tiempo. Milei no conquistó Washington: fue conquistado. Y mientras los analistas siguen debatiendo ideologías, los dos presidentes entendieron algo que el resto apenas sospecha: en el siglo XXI, la lealtad se mide en dólares, la soberanía en megavatios, y los aliados se eligen por ubicación en el mapa, no por afinidad moral. El Sur ya tiene dueño. El trato fue firmado sin testigos, pero el mensaje es claro: en la Argentina de Milei, las decisiones se toman en Balcarce 50, pero las órdenes, como siempre, llegan desde el norte.

 

“Trump no regala nada. Solo devuelve favores. Y Milei apostó por él cuando nadie se animaba”, repiten en la Casa Blanca republicana.

 

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