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El legado del Papa Francisco, en cuanto a la reflexión sobre la justicia penal constituye un valioso aporte desde el humanismo cristiano y la tradición social de la Iglesia, en un contexto global signado por la proliferación de discursos securitarios, el endurecimiento punitivo y la consolidación de sistemas penales funcionales al control social de los sectores más vulnerables.
Actualidad 22 de abril de 2025
Escribe: Víctor Hortel (*)
Su magisterio —tanto en documentos como Fratelli Tutti (2020) como en intervenciones ante juristas y organismos internacionales— permite articular una crítica fundada al paradigma penal retributivo clásico, y propone una alternativa que integra las nociones de restauración, reinserción y dignidad inviolable de la persona humana.
En línea con el pensamiento de autores como Luigi Ferrajoli, quien ha denunciado la transformación del derecho penal en un “derecho penal del enemigo” (2006), Francisco alerta sobre los riesgos de una justicia centrada exclusivamente en la punición. En su Carta a los participantes del XX Congreso de la Asociación Internacional de Derecho Penal (2019), afirmó: “El sistema penal no puede prescindir de la dimensión de la misericordia, que no implica impunidad, sino una posibilidad real de redención”. Esta afirmación encuentra resonancia en el principio de humanidad de la pena, consagrado en los instrumentos internacionales de derechos humanos y en las garantías fundamentales del constitucionalismo contemporáneo.
La propuesta penal del Papa se inscribe en la lógica restaurativa, que ha sido teóricamente desarrollada por autores como Howard Zehr (Changing Lenses, 1990) y promovida por organismos como la ONU y el Consejo de Europa. Este modelo enfatiza la reparación del daño, el protagonismo de las víctimas, la responsabilización activa del infractor y la reconstrucción del vínculo social. Francisco asume plenamente esta concepción al señalar que “la verdadera justicia no se satisface solamente con castigar, sino con buscar caminos que conduzcan a la rehabilitación del infractor y a la reconciliación con la comunidad” (Fratelli Tutti, n. 241).
Desde la Doctrina Social de la Iglesia, esta postura se fundamenta en la centralidad de la dignidad humana (cf. Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, nn. 107-160), que no se pierde ni siquiera frente al delito más grave. El Papa retoma así una línea desarrollada por Juan Pablo II en Evangelium Vitae (n. 56), donde se abría camino la condena moral a la pena de muerte, más tarde consagrada explícitamente por Francisco con la reforma al Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2267), que la declara “inadmisible” en cualquier circunstancia por ser contraria al respeto por la vida y la dignidad de la persona.
La crítica estructural al sistema penal contemporáneo también se expresa en la denuncia del sesgo clasista y selectivo de la justicia criminal. Francisco observa que “los sistemas penales no han logrado reducir los índices de criminalidad ni responder de modo adecuado a la injusticia social”, señalando que muchas veces las cárceles terminan “castigando la pobreza más que el delito”. Esta afirmación encuentra respaldo empírico en numerosos estudios criminológicos, como los de Alessandro Baratta o Loïc Wacquant, quienes analizan cómo el derecho penal moderno se ha transformado en un instrumento de criminalización de la marginalidad.
Finalmente, la visión del Papa Francisco no desconoce el derecho de las víctimas a la verdad, la justicia y la reparación, pero propone que la respuesta penal no sea reductiva ni revanchista. En este sentido, su propuesta no implica una negación de la función del derecho penal en la tutela del bien común, sino su subordinación a una ética del cuidado y de la inclusión, que rechaza el castigo como fin en sí mismo. Esta posición recuerda las observaciones de Norberto Bobbio sobre la necesidad de civilizar el poder punitivo y someterlo a un marco de racionalidad, proporcionalidad y respeto por los derechos fundamentales (Teoría general de la política, 1999).
En suma, el pensamiento de Francisco en materia penal constituyó una interpelación profunda a juristas, legisladores, operadores judiciales y académicos, invitando a repensar el sentido último de la pena y a promover una justicia penal orientada no a la exclusión, sino a la restauración del tejido social. En un tiempo en que el clamor punitivista se convierte con frecuencia en instrumento político, su magisterio ofrece una alternativa ética de gran densidad teórica y alto valor humanista: una justicia que no excluye, no descarta y no se desentiende del futuro del condenado.
(*) Abogado

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