
Durante la tarde de ayer se registró un conflicto entre un inquilino y el administrador de un complejo de viviendas ubicado en 38 entre 115 y 116 del Barrio Hipódromo.
Permítame el lector usar la primera persona en este relato. Es que a los 61 años que cuento, pocas cosas me asombran en la ciudad y no hay asombro impersonal. Es que en ese camino de vanas expectativas salgo a los cafés de La Plata a ver qué pasa, qué cosas pueden sorprenderme en esta ciudad, además de un tránsito alocado que debería agradecer su suerte al santo de los paragolpes.
Región16 de octubre de 2025Por R. Claudio Gómez (*), especial para Capital 24
Así, hoy, luego de varias conversaciones callejeras, sentí que debía recostar mi espalda en la silla del bar de 5 y 51. Corrían las tres de la tarde y había demorado demasiado una lectura pendiente a Parménides, de César Aira, en búsqueda de hallar las razones por la que este genial autor no ganó el Nobel de Literatura 2025.
Pedí un exprimido de naranja y un cafecito chico, cortado.
Frente a mí, disfrutando de unas varas de sombra que controlaba un sol que empieza a sonar fuerte, una familia tradicional: hombre, mujer, dos chicos y una señora que sonaba a suegra. A mi izquierda, un hombre que reía con su celular. La moza iba y venía. Sonreía cierta tranquilidad de horario. A unos metros, en la esquina, pibas y pibes de una secundaria repartían volantes de Fuerza Patria. Recordé a French y a Beruti y cavilé que la historia y el presente se dan la mano en circunstancias extrañas, pero similares.
De pronto, un señor pelado de media cabeza, con pantalones chupines, botas de cuero y una campera de jean que dejaba ver sus brazos tatuados hasta lo irreconocible, irrumpió en la escena. Preguntó en una lengua extraña si podía ocupar la mesa o eso es lo que creí entender. De algún modo enteró a la mesera que no sería el único, por lo que prefería un lugar para cuatro personas y no la de dos que le ofrecía.
Y así fue. En un momento, la mesa estaba ocupada por otros tres parroquianos más. Ahora pude escuchar que dialogaban en inglés. El look era parecido al que presentaba el primero. Parecido, no igual. Sin embargo, no resultaba difícil adivinar que pertenecían a la misma tribu, la misma rara tribu.
Traté de que no se percataran de que yo los observaba detrás de mis lentes y por sobre el libro. De pronto uno de estos tipos se paró de la reunión y se acercó a mí. Bufó algo que no entendí. Su voz sonaba a gárgara de aceite. Con el índice, me indicó que quería el encendedor. Se lo cedí. “Bear, cerveza”, me dijo y me ofreció con un gesto una silla en el encuentro con sus colegas.
Tomé el encendedor de su mano que me devolvía la gentileza y en un solo movimiento ya estaba caminando a la mesa de los Hell’s Angels, de quienes tanto se habla por estas horas.
Bebieron varias, varias cervezas rubias que parecían traslucir un color diferente a ese amarillento tradicional: brillaban. La escena estaba pensada para una cámara de cine que, claro, no estaba por allí.
Dado que no hablo una palabra de inglés y ellos nada de castellano, comprendimos que la conversación no tenía rumbo. De pronto, como por una magia, me olvidaron en la mesa y comenzaron a reír ruidosamente. Miré en mi derredor, pero nadie parecía fastidiado. Como un fantasma en un cumpleaños de 15 comprobé que mi presencia allí ya no era necesaria y volví a mi mesa.
Me resultaron, a priori, inofensivos. Esas noticias sobre su prontuario, exageradas. Dos de ellos se levantaron y se fueron; los otros quedaron para la paga. Y allí ocurrió lo impensado: uno tomó la cara del otro y lo besó largamente en la boca. Tan tiernos…
(*) Periodista y docente.
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