Toquemos más la piel, miremos más a los ojos y menos a la pantalla

En promedio, jóvenes y adultos pasan alrededor de cinco horas por día con el celular. Ahora: ¿nos pusimos a pensar cuánto tiempo le dedicamos a todo eso que está por fuera de este dispositivo? Los números hablan. Y lo que no hacemos, también.

Región22 de diciembre de 2025
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Por Florencia Mascioli, de la Redacción de Capital 24

 

¿Cuándo fue que dejamos de usar el sentido del tacto como aquel que nos conecta con lo que verdaderamente vale la pena, para pasar a que sea tan solo un vehículo entre nuestra mano y ese mundo virtual de las pantallas que nos tiene tan absorbidos de pies a cabeza?

¿Cuándo fue que nuestras manos dejaron de ser puente entre mi piel y la piel del otro, para pasar a tener casi una única función: deslizar los dedos por las pantallas como si fuera un deporte extremo, redactar mensajes a una velocidad que la mayoría no sabíamos que teníamos dentro, grabar mensajes de voz y poner ‘me gusta’? 

A veces pienso que la piel ya no es lo que era, o al menos pareciera no tener el mismo significado. Que hacer una caricia ya es algo antiguo y que tomarse de la mano –hoy por hoy- es imposible. Porque el celular nos robó la independencia, la libertad y se transformó en la extensión de nuestros cuerpos, algo así como un apéndice de nuestras manos, esas que usamos para estar todo el tiempo conectados con un afuera que no es palpable, que no es tangible, que es meramente virtual.

Probemos ponernos a pensar cómo se siente hacer una caricia, tocar la piel del otro, dar un abrazo fuerte, sentir cómo es estar tomados de las manos y mirar a alguien a los ojos sin la interrupción de un celular que vibre, suene o nos avise sobre alguna notificación. Estoy segura de que nos cuesta solamente ponernos a pensar: tal vez no recordemos ni siquiera la última vez.

Intentemos, con los ojos cerrados, recordar cómo es la textura de la piel de un otro: si es suave o áspera, cómo es la energía que circula cuando dos manos se sostienen apretándose fuerte: me atrevo a decir que seguramente este ejercicio nos resulte raro, pero que si propongo pensar en cómo es la textura de la pantalla de un celular, recordamos instantáneamente cómo se siente deslizar un dedo de arriba hacia abajo o quizás, al revés. Que todos tenemos esa facilidad de volver a pasar por esa sensación de estar atados a una virtualidad a la que solo podemos entrar a través de nuestras manos: la pantalla es lisa, sin texturas, sin color, sin calor y completamente igual, una con otra. 

Alejándonos un poco de esta mirada tan filosófica y antropológica que representa la presencia de los teléfonos celulares en nuestro día a día, es importante conocer que en abril de este año, el Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires presentó los resultados de la primera Encuesta de Prácticas de Riesgo Adictivo, un estudio inédito realizado en convenio con el Observatorio de la Deuda Social Argentina de la Universidad Católica Argentina (UCA), que arroja resultados incómodos pero sobre los que vale la pena tomar consciencia: 6 de cada 10 jóvenes usan el celular más de 5 horas al día, y 4 de cada 10 jóvenes presentan un nivel alto de riesgo en el uso de este dispositivo. 

Si hablamos de números, cifras, horas y edades, nadie está ajeno a esta adicción a las pantallas porque se ha transformado en un comportamiento casi cotidiano. Y lo preocupante es que, si normalizamos esta adicción, estaríamos desprestigiando todo aquello que nos permita ponerle un freno. Entonces pienso: ¿y si al menos pudiéramos pararnos a pensar en cómo se siente tocar la piel de un otro y cómo se siente deslizar los dedos por una pantalla? ¿Si le damos valor al tacto y a la vista -dos de los cinco sentidos que son inherentes al ser humano- y “desromantizamos” la sensación de bienestar que nos provoca un aparato que ni siquiera tiene vida propia, que constantemente depende de una batería, de su carga, de la conectividad y de la señal? Quizás ahí comprenderíamos, desde ese lugar tan antropológico pero tan necesario de observar, cuánto estamos perdiendo de lo que nos es innato: dos de los sentidos con los que nace el ser humano y que generan comunicación con un otro desde tiempos remotos, incluso cuando aún no existían las palabras.

No por nada dicen que el celular se transformó en la extensión de nuestro brazo, casi como si la evolución de nuestra especie requiriera como condición sine qua non para la supervivencia en estos tiempos, un dispositivo que se apropia de algunos de nuestros sentidos. ¿Nos acerca un poco más de todos aquellos a quienes tenemos lejos o a los que no podemos mirar de frente? Sí, claro. Pero pensemos cuánto nos aleja “este aparatito” de esos a los que tenemos al lado y de los que no recordamos la textura de su propia piel.

La pantalla de un celular no nos deja contemplar lo que tenemos frente a nuestros ojos. Nos exige velocidad, instantaneidad e inmediatez pero no nos permite la serenidad de la pausa, la tranquilidad de lo que permanece quieto ni la permanencia en uno –y solo uno- de los momentos presentes. Por el contrario: nos sumerge en un mundo de rapidez, de ansiedad, de esa necesidad constante de ir por más, aún sin saber el cómo.

Tocamos mucho las pantallas y le perdimos ese gustito a hacer una caricia, a disfrutar de estar tomados de la mano, a contemplar con eso que sí podemos oler y a lo que sí podemos sentirle el gusto. El celular nos robó algunos de nuestros sentidos y tal vez, nos hizo ser menos sensibles: ¿se pusieron a pensar cuántas veces por día uno desbloquea el teléfono simplemente para “ver” y cuánto tiempo solemos pasar mirando a alguien a los ojos? ¿Se pusieron a pensar durante cuánto tiempo podemos sostener una conversación con alguien sin necesitar de una pantalla y sin girar la vista hacia un aparatito que se suma a una ronda de mates, a una cena en familia o a una caminata a solas o en compañía? 

Es llamativo que si somos capaces de hacernos estas preguntas y realmente intentamos cambiar la forma del uso del celular, podemos estar sin él un par de horas porque, claro, la ansiedad que nos provoca esa “desconexión” se lleva todas las fichas. Ahora… tocar la piel, hacer una caricia, caminar tomados de la mano y mirarse a los ojos, ¿pasó a ser un privilegio? 

 

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