En guerra fría con las pantallas: ¿Los niños de hoy ya no se ensucian las manos?

A pocas semanas del Día del Niño, quienes tenemos chicos en edad escolar añoramos recorrer jugueterías en busca de un regalo que los haga felices. Pero las infancias de hoy, poco saben de juegos de mesa, de llenarse los dedos de tierra y de gastar las llantas de las bicicletas. ¿Hay retorno?

Actualidad 23 de julio de 2025
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Por Florencia Mascioli, de la Redacción de Capital 24 

 

Hace tan solo algunos años, elegir un regalo para el Día del Niño era todo una aventura. Solía pasarme, los días previos a esa fecha, consultando precios, diseños y hasta opciones para poder obsequiarle a mi hija algo que verdaderamente ansiara. Hoy las situaciones han cambiado y hay una sola cosa contra lo que ningún otro juguete puede competir: las pantallas.

A mi infancia -hace más de 30 años- la recuerdo con las uñas llenas de tierra, juntando hojas, palitos, armando cosas en el patio e inventando todo aquello que entrara dentro de mi imaginación. Con zapatillas embarradas por los charcos de la plaza, pantalones gastados de tanto correr y emparchados en las rodillas con esos óvalos a cuadrillé que hacían que siguieran intactos, de generación en generación.

Era un planazo robar un bowl de la alacena e inventar experimentos mezclando agua, harina, yerba, sal, azúcar y todo aquello que estuviera al alcance de los ojos para hacer alguna travesura: mis manos, llenas de engrudo y el piso, todo pegoteado. Los niños de hoy ven las recetas por Internet, desde una pantalla, con los dedos pulcros y casi sin conocer las texturas de eso que después se llevan a la boca en forma de torta, mientras ven la segunda temporada de la serie china que ya vieron dos veces, pero que los tiene hipnotizados.

Cuando yo era chica ir al cine era un lujo y el temor de nuestros padres era si íbamos a lograr quedarnos sentados en las butacas durante el tiempo que durara la película o si nos íbamos a aburrir y tener que retirarnos antes, en silencio, mientras la sala estaba llena. Hoy, sin pantallas, los chicos no quieren ni sentarse a la mesa y compartir un almuerzo en familia, que muchas veces se torna caótico porque pareciera importarles más el reto que hagan dos o tres youtubers de quienes ni les interesa saber el nombre, pero con cuyos juegos sin contenido son capaces de entretenerse durante horas. Y maldita sea la hora del baño, que a mis ocho yo disfrutaba a más no poder llenando la bañera de espuma e imaginándome en un barco o en una pileta: hoy, aunque sí existe el botón de pausa en la tele o en la tablet, el apuro por darse una ducha en tiempo récord para seguir atónitos a la pantalla y ver cómo sigue ese desafío de ver quién recibe mejor puntaje para preparar un plato con ingredientes totalmente artificiales, pareciera tener el mismo efecto que cualquier tipo de adicción: ahora o nunca.

Antes, en el colegio salíamos a los recreos corriendo, intentando aprovechar al máximo esos cinco minutos desde que sonaba el timbre para jugar lo que más pudiéramos en el patio a la mancha, a la escondida o a cualquier cosa que implicara gastar las suelas de las zapatillas. Hoy, los directores nos piden que les mandemos juegos para mantenerlos entretenidos y concentrados en ese tiempo libre entre clase y clase, sin esa maldita necesidad de poner “play” o “pausa”, como si los chicos no supieran cómo manejar su propia libertad, sin tener que estar atados a un dispositivo que les encarcela la imaginación.

Los niños de hoy se encuentran en Roblox para construir mundos, pero mundos íntegramente virtuales, atravesados por la pantalla, experimentando movimientos, colores y sensaciones a pesar de que están quietos, en la comodidad de un hogar, sin siquiera sentir la adrenalina de tener a otro corriéndome al lado mientras me intenta quitar la pelota o me invita a hacer una carrera de acá a la esquina. 

Mientras que en nuestra infancia teníamos que mezclar los colores primarios para conseguir un verde o un violeta; mientras se nos gastaban los dedos de tanto dibujar con tiza en las veredas propias y en las ajenas, dejando rayuelas durante varios días por todos lados; mientras que andar en bici se había convertido en un deporte extremo y dar la vuelta de manzana era todo una aventura; hoy nuestros hijos están estimulados visual y sonoramente a través de una pantalla, no necesitan buscar nada, ya tienen todo ahí: el juego, la solución y encima siempre terminan ganando y pasando a la siguiente etapa. 

La frustración casi no la conocen y la paciencia, mucho menos. Todo es instantáneo, fugaz, poco duradero y les aburre rápido: si no les gusta, deslizan el dedo y cambian, eligen, dentro de lo que se les ofrece, de lo que ya existe, de lo que ya está creado. No queda lugar para pensar, para equivocarse, para aprender, para imaginar y mucho menos para decir basta.

La exposición prolongada a las pantallas hace que los chicos reciban constantemente estimulantes en su cerebro, generando picos de dopamina. Y claro, por supuesto que les provoca una sensación de placer inmediato, pero también puede generar una dependencia, porque su organismo termina acostumbrándose a esta estimulación y busca constantemente más. Para colmo, en las pantallas hoy encuentran todo: lo que les gusta, lo que no les gusta, lo que imaginan y lo que no. Lo que ya existe y lo que otros inventan: un Tralalero Tralalá que utilizan hasta en temáticas de los cumpleaños, pero que olvidan a los pocos meses porque no tienen contenido. 

Estamos atravesados por infancias que ya tienen instaladas las pantallas en sus rutinas y también en las nuestras. Pantallas que los momifican frente a una virtualidad que les promete tener todo lo que necesitan y que los obliga a permanecer quietos, sin necesidad de salir a explorar la naturaleza para conocer a los “capibara” cara a cara y no a través de un video de TikTok. Hoy, no hay lugar para el aburrimiento y esa es la única herramienta capaz de fomentar la imaginación: los chicos de ahora viven entre estímulos constantes de colores y sonidos, que salen de una pantalla a la cual pueden llevar adonde ellos quieran, incluso hasta arriba de la calesita, donde los caballitos siguen subiendo y bajando pero a niños que –como se cansan en la primera o la segunda vuelta y se aburren- ya no se emocionan como nosotros, sacando la sortija. 

 

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