“En el barro”: Radiografía de un penal de mujeres en la crudeza del encierro

Después de un ataque a la unidad de traslado al penal “La Quebrada”, el destino de cinco mujeres se une adentro de la cárcel, en donde conviven los códigos más violentos e impensados. Estrenada hace dos semanas, alcanzó el primer puesto en Netflix.

Sociedad & Cultura01 de septiembre de 2025
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Por Florencia Mascioli, de la Redacción de Capital 24

 

El Universo oscuro y hostil del penal “La Quebrada” abruma desde el primer episodio. Lo que pasa “En el barro” trasciende la pantalla con ritmos y silencios cuyos vaivenes nos hacen sentir ahí adentro: en prisión. El ruido ensordecedor de una multitud que intenta combatir el tiempo y el hacinamiento con guerra, con una guerra más fría que la que dieron afuera y por la cual hoy están privadas de su libertad. Pero con estrategias más duras: porque ahí adentro, esa es la única forma de sobrevivir. 

Reglas. Normas. Pautas de convivencia. Consenso y coerción. Dominio y explotación. Fastidio y hostigamiento. Lo propio y lo ajeno. Un poco de cielo en el infierno cuando se cuela una mínima dosis de empatía por la otra, de quien no se conoce nada más que lo que cuenta con sus ojos o tal vez, con alguna palabra.

Hay ratos de alivio sin tiempo en un espacio abrumador, donde el sol no abunda, donde las dinámicas se comparten –o se soportan- para sobrellevar el encierro. Ese que aprieta el cuello y no deja respirar. Ese que se vuelve monótono e insostenible cuando la propia conciencia  juega una mala pasada.

Madres con niños. Niños con madres. Madres sin niños. Robo de bebés. Embarazos hostiles con futuros inciertos. Maternar en una cárcel debe ser el peor de los pecados: se paga muy caro criar infancias tras los barrotes de una celda contaminada con los delitos de las otras, en pabellones fríos y lúgubres, donde ni los colores ni los juguetes ni las sonrisas son capaces de ponerle un poquito de luz a semejante oscuridad. 

Lo que más hay es eso: oscuridad. Oscuridad en todos los sentidos. Lo que menos hay es silencio. Música a todo volumen y discursos ajenos. Sobra el tiempo y falta el espacio. Duelen las horas y ninguno de los días es igual al anterior: incluso, puede ser peor que el de mañana. Pero nadie sabe del mañana. 

En “La Quebrada” la única certeza es el presente. Y más vale que se acepten las condiciones que nos imponen las que más tiempo llevan ahí adentro; sino, vaya una a saber la mierda de quién le tocará limpiar. Ahí adentro no existe la suerte: se aceptan con la cabeza agacha las normas que les imponen las que creen tener un poco más de poder, algún que otro contacto afuera y esa sensación de impunidad que las mantiene intactas. Todas están presas. Todas viven encerradas. Pero algunas juegan con el vaivén de los favores agazapados entre los deseos y la impotencia.

El sexo y los cuerpos como mercancía son moneda corriente en un espacio en donde el placer pasa por el deseo propio, sin importar lo que la otra quiera –o no quiera-. Prostitución, entrega del alma, riesgo de vida. A veces, un poco de placer dentro de tanta oscuridad. Y otras, el juego perverso del mero beneficio. Hay una ganancia valuable que se hace costumbre: ahí adentro no se decide. 

No duele el encierro. Duele el infierno que se escucha al respirar. Ahí adentro el mundo es más oscuro que la noche y oprime más el alma que la muerte. En “La Quebrada” vive todo eso que duele: ser esclavo de una vida que ya no es propia y que funciona o no según de quién se esté a merced. Los favores se pagan con favores y si alguna falla, lo tiene que pagar muy caro. No existen precios pero sí castigos. No existe el perdón ni el gracias: la supervivencia es el único medio y el único fin. 

Una mirada puede desatar un terremoto y en el pabellón, cada mujer vale por lo que es capaz de ofrecerle a las oras. En “La Quebrada” no importan los nombres ni los apellidos: los rangos se respetan aunque la mayor parte del tiempo afloran los conflictos culpa de esos egos que se disputan el poder.

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Permítame el lector usar la primera persona en este relato. Es que a los 61 años que cuento, pocas cosas me asombran en la ciudad y no hay asombro impersonal. Es que en ese camino de vanas expectativas salgo a los cafés de La Plata a ver qué pasa, qué cosas pueden sorprenderme en esta ciudad, además de un tránsito alocado que debería agradecer su suerte al santo de los paragolpes.