
Este libro fue concebido como una breve y sencilla introducción a la astronomía.
Son tantas las discusiones baladíes que se dan en el presente, que ocultan la complejiad de la historia nacional. Este artículo del un filósofo y periodista, pasó inadvertido y, sin embargo, desnuda grandezas y miserias de los argentinos.
Sociedad & Cultura09 de noviembre de 2023Por Américo Schvartzman (Perfil)
¿Y cuál es el contexto? Requiere algo de explicación. Ocurre que, desde la sanción de la Ley de Ciudadanía en 1869, y hasta las primeras décadas del siglo XX, la nacionalización de los extranjeros fue un problema no resuelto. Un problema doble: la ciudadanía por un lado y la nacionalidad por el otro. Y se enfrentaban ideas distintas sobre qué era lo mejor para la Argentina naciente. De hecho, durante varios años entre las organizaciones obreras, socialistas y anarquistas de la Argentina, el llamado a nacionalizarse era la consigna principal para las masas de inmigrantes. El ejercicio de los derechos políticos, por escasos que fueran, requería ese piso legal.
Pero antes de eso, a fines de la década de 1880 (recuérdese que Sarmiento muere en 1888) la naturalización de las personas extranjeras se convirtió en una cuestión de aristas complicadas, con intereses y opiniones encontradas. Parte de las élites dominantes mostraban intenciones “nacionalizadoras”, mientras otros sectores de esos mismos grupos hegemónicos tenían serias prevenciones sobre la posibilidad de conceder una ciudadanía masiva a los contingentes de extranjeros.
Para mostrar lo delicado del problema, hay que anotar una asociación que hacían algunas figuras de entonces, y que, si bien hoy nos puede parecer descabellada, por entonces no lo era. La mayoría de los grupos de inmigrantes eran italianos, y la Italia de aquel momento era un reino en plena expansión: el mito de una “più grande Italia” (sueño que retomará Mussolini unas décadas después) hacía ver como un peligro, al menos para ciertos sectores de las clases dominantes, la posibilidad de una masiva naturalización italiana en la Argentina.
Ese problema en particular preocupó a Sarmiento en sus últimos años de vida. En combativos artículos periodísticos denunciaba la pretensión de crear un supuesto enclave de italianidad, algo que advertía a partir de noticias que reflejaban discusiones del Parlamento italiano respecto de crear y sostener “escuelas italianas” en las “colonias”. Por supuesto, que no había en el Río de la Plata colonias italianas en el sentido imperial de la palabra (es decir, un territorio dominado y administrado por el Reino de Italia), pero sí había colonias en el sentido de grupos de personas procedentes de un territorio que se establecen en otro y permanecen juntas en él. A fines del siglo XIX en las principales ciudades de la región ya había colonias italianas relativamente importantes, conformadas a partir de la llegada masiva de inmigrantes provenientes de la península itálica.
Incluso hubo un episodio en 1886, en Montevideo, ciudad donde había una colonia italiana numerosa, que fue el que llamó la atención de Sarmiento. A causa de la detención policial (aparentemente injusta) de dos connacionales, se generaron fuertes protestas, la comunidad italiana reclamó a sus encargados diplomáticos, e insólitamente las autoridades montevideanas fueron emplazadas por un barco de guerra italiano que se encontraba frente a sus costas. Dice Lilia Bertoni, que estudió este tema: “Si bien la sangre no llegó al río, Sarmiento advirtió claramente la trascendencia de este asunto, al marcar que es ‘cuestión de derecho público’, de respeto a las formas de todo gobierno, es en fin causa americana, en cuanto puede reducirse a un acto que puede repetirse con cualquier pequeño Estado sudamericano.”
Esa defensa de la soberanía nacional, ante la posibilidad de una forma de enclave de intervención extranjera, no había sido prevista por los promotores de la inmigración. Y es (quizás) la que motivaría una perturbadora simpatía hacia Sarmiento de parte de los antisarmientinos revisionistas, en caso de conocer el episodio.
En ese contexto, Sarmiento formaba parte de un grupo que impulsaba la nacionalización de los pobladores europeos. En ese grupo (que se llamaba “Comité Patriótico”) estaban figuras con apellidos de alcurnia (Amancio Alcorta, Roque Sáenz Peña, Adolfo Saldías, Estanislao Zeballos, Torcuato de Alvear, entre otros), y junto con ellos dos extranjeros muy connotados: Jacobo Peuser y Joaquín Crespo. En ese marco surge la iniciativa de impulsar una ley que Sarmiento no comparte para nada: la nacionalización general de todas las personas extranjeras. Una nacionalización por defecto, sin pedirla. Algo por el estilo de la Ley Justina, que considera donante a todas las personas, salvo que se hayan expresado negativamente por escrito. Sarmiento, en cambio, creía que el otorgamiento de nacionalidad y ciudadanía debía resultar de un acto voluntario de incorporación de la persona extranjera al nuevo país, lo que suponía un cierto grado de “formación ciudadana”. Esa iniciativa motiva el alejamiento del expresidente.
Resumiendo: el Comité Patriótico quería una ley que concediera la ciudadanía argentina masiva y automáticamente. Sarmiento se aleja y, fiel a su estilo, no se queda en silencio. Inicia una campaña de artículos periodísticos atacando al Comité y, en particular, a los dos extranjeros que lo integran. Y es en el marco de esa controversia donde, como una forma de influir insidiosamente en la opinión pública (algo en lo que el brillante sanjuanino era especialista), despliega como un argumento más su antijudaísmo. Lo hace burdamente, en principio: haciendo mención a que “Joachim Crespo y Jacob Peusser” (sic) son “nombres hebreos”, cosa que menciona dos veces en dos párrafos seguidos. Y allí la cosa recién comienza.
Las expresiones de Sarmiento, leídas hoy, son perturbadoras, y seguramente, chocarán con la idea que de él tienen sus seguidores más entusiastas.
Pero en esos artículos, publicados en El Diario en los primeros días de enero del año de su muerte, Sarmiento va elevando el tono. Como pareciera que los italianos o alemanes o españoles no representan una amenaza demasiado seria para sus potenciales lectores, el autor de Facundo enfatiza en la posibilidad de que en un futuro cercano: ¡horror! sean contingentes judíos los que lleguen y se nacionalicen.
Por eso más adelante convoca a “perseguir á la raza semítica que con Cahen, Rostchild, Baring y todos los sindicatos judíos de Londres y de París nos dejan sin banca; y los judíos Joachim y Jacob, que pretenden dejarnos sin patria, declarando á la nuestra, artículo de ropa vieja negociable y materia de industria”. Y exhorta sin medias tintas: “¡Fuera la raza semítica! ¿Ó no tenemos tanto derecho como un alemán, un cualquiera, un polaco para hacer salir del país á estos gitanos bohemios que han hecho del mundo su patria, ocupados solo de ganar el pan con el sudor de su rostro?”.
En otra nota publicada en El Censor, tuvo palabras de idéntico desprecio hacia la “raza semítica”: “A ser posible esta quimera, tendríamos otra: el pueblo judío esparcido por toda la tierra ejerciendo la usura y acumulando millones, rechazando la patria en que nace y muere por un ideal que baña escasamente el Jordán, y á la que no piensan volver jamás. Este sueño que se perpetúa hace veinte ó treinta siglos, pues viene desde el origen de la raza, continúa hasta hoy perturbando la economía de las sociedades en que viven, pero de que no forman parte; y ahora mismo en la bárbara Rusia como en la ilustrada Prusia se levanta un grito de repulsión contra este pueblo que se cree escogido y carece del sentimiento humano, el amor al prójimo, el apego á la tierra, el culto del heroísmo, de la virtud, de los grandes hechos donde quiera que se producen”. Casi nada. Sacadas de contexto, podrían ser las palabras de cualquier seguidor de Adolf Hitler en estas pampas.
A fines de 1888 Sarmiento muere, y las décadas siguientes verán a los movimientos más radicales de la época (sindicalistas anarquistas y socialistas principalmente) dando debates y luchas verbales encendidas para lograr la nacionalización de los extranjeros. Pero esa ya es otra historia.
Me parecía importante traer del ayer este rasgo tan poco difundido del sanjuanino genial y contradictorio. Se trata de un buen recordatorio de que las personas (del pasado o del presente) albergan, albergamos, tendencias distintas, facetas a veces incompatibles e incomprensibles. Algo archisabido, pero que parecemos olvidar cuando erigimos estatuas o monumentos (o cuando aceptamos que se lo haga, o cuando nos oponemos a que se revisen).
Tan contradictorio era Sarmiento que fue enemigo de los indios, pero a la vez denunció las masacres de Roca y la Canpaña del Desierto; fue partidario de la inmigración europea, pero al mismo tiempo, estaba lleno de prejuicios contra extranjeros como los judíos o los italianos; era un decidido promotor del progreso y las “luces” y en simultáneo, un verdadero bárbaro en el trato a las disidencias sociales (como denunció Alejo Peyret por aquellos años); un defensor de los derechos de las mujeres, pero tenía un profundo desprecio por gauchos y mulatos, a los que consideraba “razas inferiores”, así como a negros y aborígenes; un encarnizado defensor de la soberanía de San Juan cuando fue su gobernador, pero una vez Presidente, un tenaz enemigo de las autonomías provinciales, partidario de aplastar sin escrúpulos (“sin ahorrar sangre de gauchos”) a las rebeliones federales; un escarnecedor de la oligarquía “con olor a bosta” y promotor de “muchos Chivilcoy” como modelo de distribución de la propiedad rural, pero una vez en el gobierno fue un bastión de los intereses más concentrados de las clases dominantes; fue un racista profundo en su concepción (que expresó en su libro Conflictos y armonías de las razas en América), y al mismo tiempo, fue el Presidente que más acuerdos de paz firmó con jefes aborígenes (precisamente eso es lo que le reprocha, por ejemplo, el roquista Jorge Abelardo Ramos: que no “solucionara” el problema indio, cosa que luego hará su reivindicado Julio A. Roca…).
Esa contradicción andante que fue Sarmiento –como todas las personas -, sigue siendo una fuente muy rica para el análisis y la comprensión de lo que somos en la actualidad. Y como la historia no es algo cerrado ni definitivo, como la historia es un terreno en disputa, siempre encontramos algo nuevo para revisar y reflexionar, que (espero) contribuya con la decisión, profundamente filosófica, y cada vez más firme, de bajar del pedestal a las personas. Porque las personas, todas, no son más que eso, personas, con sus luces y sus sombras, con sus intereses y sus ideales, con sus brillos grandiosos y sus miserias más abyectas. Sarmiento no es la excepción.
El autor de esta nota nació en 1969, en Concepción del Uruguay. Toda su actividad está vinculada con la palabra: es periodista, filósofo, docente y humorista gráfico, y se precia además de escribir letras de murga. Su e-mail es [email protected]
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