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La denuncia de Fabiola Yáñez hacia el ex presidente dejó al descubierto el más macabro de los esquemas que dominan al mundo de “los que tienen el poder”. La violencia de género, en primera persona y desde la poesía.
Actualidad 14 de agosto de 2024
Por Florencia Mascioli, de la Redacción de Capital 24
La violencia de género no entiende de clases sociales. Es el arma más letal de quien recibe una cuota de poder. Hace vulnerables a sus presas y las esclaviza frente a una supuesta belleza que maquilla la vida con una verdad absoluta y contundente, dolorosa y prepotente: “Vos sos mía”.
Los violentos entienden a la mujer como un objeto, como a una cosa que se acomoda en tiempos y espacios a gusto y piacere de las voluntades de quienes se piensan más fuertes, más poderosos, económica, política o materialmente hablando.
La víctima no opone resistencia. No puede. Una vez que se ve inmersa en la espiral de la violencia, ya no tiene fuerzas, recursos, ideas ni identidad.
Nos transformamos en lo que nos dicen: las agresiones constantes, la humillación peligrosa que menoscaba profundamente nuestra autoestima y lo entierra bien lejos de nosotras.
Nos convertimos en los insultos que recibimos, no podemos pensar en otra realidad posible porque llegamos a naturalizar esas conductas porque se transforman, sin quererlo y sin elegirlo, en nuestro día a día.
La violencia sobrepasa cualquier intento nuestro de cuestionamiento; la razón ya nos la robaron antes, y el corazón, mejor ni preguntar.
El abuso de poder es un arma de doble filo: nos penetra con una crueldad pocas veces vista y pareciera que la disfrutan; somos el combustible perfecto para los cobardes, para los inseguros, para los expertos en dañar con golpes de puño y de palabra. Porque estamos silenciadas bajo llave frente a semejante hostilidad.
Nos devoran la razón, no hay emoción ni contención: nos aíslan en vida del mundo exterior porque nos hicieron creer que éramos una basura: ¿y así quién nos va a querer escuchar?
Cada insulto está pensado y hasta fríamente calculado para herir a fondo nuestra ínfima libertad, la poca que nos queda para llegar a decir basta.
No nos callamos más
La denuncia de Fabiola Yañez hacia el ex presidente, Alberto Fernández, deja al descubierto un sigiloso, macabro y hasta complejo entramado de realidad, como es el de la violencia de género.
Cuando desde el otro lado detentan el poder, nos intentan callar la boca. Pero tal vez no se dan cuenta de que, en su ánimo de considerarnos “objeto”, en ese cúmulo de fragilidades, encontramos la fortaleza y perdemos el miedo. Y no nos callamos más.
Lo llamativo, siempre, y en casi todos los casos, es la ausencia de empatía: “yo no hice nada”, “todo es mentira”, “ella está loca”. Dichos que repiten los violentos para desentenderse y desprenderse de cualquier acusación.
Parecen frases hechas que, de manual, repiten a viva voz para desprestigiar las verdades que solemos callar durante meses o años, porque hablamos cuando podemos, o cuando no podemos más.
El camino es siempre igual: el silenciamiento de nuestras palabras, que para los violentos es su arma de dominación para subordinarnos, para tenernos bajo su ala, para seguir siendo parte de su gran circo.
Pero cuando podemos, cuando decimos basta, cuando el alma nos pide salir a la calle y gritar a los cuatro vientos que ya no aguanta más, nuestra verdad es imperdonable.
Duele
Duele.
Tu mirada ultrajante, duele.
Que me escondas los ojos, duele.
Que no tengas despojos, duele.
Que me calles la boca, duele.
Que me apagues el alma, duele.
Que me quites la calma, duele.
y que no exista la paz.
Duele.
Tu ira incontrolable, duele.
Tu palabra desafiante, duele.
Tu violencia creciente, duele.
Tu presencia feroz, duele.
Duele.
Que me escupas la cara, duele.
Que me grites con rabia, duele.
Que me mires con asco, duele.
Que me empujes con bronca, duele.
Que me seques el alma, duele.
Basta
Un día dije basta.
Me robaste conscientemente
hasta mi propia identidad.
Me apagaste los ojos,
se me nubló la mirada:
no supe dónde buscar mi libertad.
Fui una jaula en tu desierto,
fui inocencia desarmada,
fui la raíz de lo incierto,
fui aprendiz de mi verdad.
Fui dolor hasta en los otros,
fui prisión de tus demonios,
fui tu esclava, tu bufón,
fui tu tonta, tu versión.
Y una noche dije basta,
con el alma engarrotada,
la sonrisa congelada,
con mi voz que no sonaba.
Exploté de ardor, dolor y bronca,
navegué con el mar en contra,
recibí una cachetada
y ya no te quise más.
Salí a la vida casi desnuda,
sin disfraces, sin ayuda,
con vos mirándome de reojo
sin siquiera titubear.
Se abrió un cielo que no conocía,
hasta la libertad me dolía.
era tan grande el mundo
que me apabullaba su inmensidad.
Y yo ahí, toda desarmada,
frágil, rota y atravesada,
sin alma,
vaya a saber uno con qué mirada,
sangrando por dentro e inmaculada.
Abrí la boca y dije basta,
me abracé sola y vacía,
triste, agotada y fría,
y a paso firme por esta vida,
dejé de tenerle miedo a tu crueldad.

Según la OMS, en la actualidad, una de cada seis personas a escala mundial afirma sentirse sola. Entre los adolescentes y los adultos jóvenes, así como entre las personas que viven en países de renta baja, la tasa es aún mayor.

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