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La melancolía dejó de ocultarse: se publica. En redes sociales, la tristeza se transforma en contenido emocionalmente rentable.
Sociedad & Cultura30 de mayo de 2025Por Lúmina Rodas Agüero *
No grita, pero seduce. No suplica, pero espera. ¿Qué estamos buscando cuando mostramos el dolor de forma tan prolija?
En los últimos años, se volvió común encontrarse en redes sociales con escenas de melancolía estética: fotos tomadas desde ángulos suaves, miradas abiertas, cuerpos parcialmente ofrecidos, y textos que invocan inspiración, escritura o “procesos internos”. Un cuaderno en la cama, un gorro de lana, una reflexión breve. No se trata solo de creatividad, sino de una tristeza que busca forma y audiencia. Mujeres jóvenes, sensibles, que se muestran rotas con cierta elegancia. No piden nada, pero esperan algo. No declaran su deseo, pero lo editorializan con filtros tenues y gestos sutiles. Así nace la estética de la “tristeza linda”: una puesta en escena del dolor, donde la pena se convierte en signo de sensibilidad... y de atracción.
Las redes sociales son hoy el escenario simbólico de una nueva economía del afecto. En ella, el dolor emocional dejó de ser privado para convertirse en contenido. Sin embargo, no cualquier dolor es publicable: debe ser melancólico, pero bello; íntimo, pero compartible; frágil, pero no grotesco. Esa es la lógica de la tristeza linda. No es una víctima explícita, sino una figura que insinúa. Que se deja ver vulnerable, pero aún deseable.
La imagen de quien escribe desde la cama, con un cuaderno a un lado y la mirada perdida, no es ingenua. Evoca un imaginario romántico de lo inacabado, de la sensibilidad artística que no encuentra cauce. Pero también responde a un deseo más profundo: ser vista como alguien que siente demasiado en un mundo que siente poco. No se pide auxilio: se deja una pista, como si dijera “mirame y entendeme, pero sin que tenga que explicarlo”.
Este fenómeno, que se multiplica en publicaciones de distinto tipo, puede pensarse en línea con la “sociedad del rendimiento” de Byung-Chul Han. En ese modelo, el sujeto no está oprimido desde afuera, sino que se autoexplota desde adentro. Incluso sus emociones deben volverse productivas. El sufrimiento, si no conmueve, al menos debe cautivar. Se escribe para sanar, pero también para gustar. Se muestra el vacío, pero con encuadre cuidado.
El problema no es compartir emociones. Lo complejo es que la pena se vuelve un dispositivo seductor. No hay grito, sino atmósfera. No hay denuncia, sino belleza en el desamparo. El cuerpo aparece lo justo: una pierna, una silueta, una mirada que parece perdida pero posa. Como si dijera: “hay algo más en mí, algo que solo alguien sensible sabría cuidar”.
Este tipo de publicaciones despierta una respuesta casi inmediata: comentarios empáticos, likes, reacciones afectuosas. Se genera así un circuito de cuidado simbólico. Pero también de dependencia emocional: si cada tristeza obtiene atención, ¿qué lugar queda para sanar sin testigos? Y si cada herida necesita mostrarse linda, ¿qué ocurre con el dolor que no se puede maquillar?
Lo que aparece como expresión honesta puede derivar en una trampa: el mandato de seguir siendo atractiva incluso en la pena. Si se va a llorar, que sea con buena luz. Si se va a estar sola, que parezca profundo. Se estetiza la angustia para volverla tolerable. Y si se logra eso, ya no se llora del todo: se posa.
En un mundo donde cada emoción se puede compartir, el dolor también se convierte en signo. Pero no todo lo que parece íntimo lo es. A veces, la tristeza que se muestra con filtros suaves y cuadernos abiertos es apenas la superficie de un grito no dicho. Y si se vuelve más importante cómo se muestra el dolor que cómo se atraviesa, entonces tal vez no estemos llorando... sino representando la escena de un llanto que todavía no nos animamos a sentir del todo.
• Antropóloga y Magíster en Estudios de la Subjetividad y Cultura Simbólica
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